Vine a darte ganas de vivir

Crítica de “Yo antes de ti”, dirigida por Thea Sharrock, protagonizada por Emilia Clarke y Sam Claflin.

Basada en la novela de Jojo Moyes, “Yo antes de ti” cuenta la historia de Louisa Clarke (Emilia), una joven de 26 años que consigue trabajo como cuidadora de Will Traynor (Claflin), un acaudalado ex banquero que quedó cuadripléjico luego de ser embestido por una moto. La fórmula es clásica: primero se odian, luego se enamoran y viven felices para siempre, ¿no? No.

En una increíble y terrorífica vuelta de tuerca, Will le confiesa a Louisa que dentro de seis meses planea irse a Suiza para recibir la eutanasia. Dice que no puede lidiar con el dolor y el sufrimiento que le produce su condición. Por supuesto, Louisa confía ciegamente en el poder sanador del amor: decide llevarlo a unas paradisíacas vacaciones en la república de Mauricio, un paraíso tropical donde todo es maravilloso y hasta Nathan, el enfermero de Will, se engancha con una chica, hermoso todo, ¿no? No.

En última noche de su estadía, Will le dice a Louisa que a pesar de lo feliz que lo hace y de lo hermosa que es su vida desde que sale con ella, se va a ir a Suiza igual porque tenía una vida maravillosa y no puede vivir con “todas las cosas que quiere hacerle y no puede”. Sí, es en serio.

En vez de mostrar, por ejemplo, cómo una persona se adapta a su nuevo estado y aprende a vivir y a apreciar la vida de una forma distinta con la ayuda de una persona que lo ama como es, decidieron mostrar como nada de lo que esta pobre chica hiciese podía disuadir a este joven de quitarse la vida. Ni aunque sus circunstancias fueran mejores que los de la mayoría de las personas con movilidad reducida (el tipo tiene casa y transporte refaccionado para facilitar su movilidad. Además, ¿mencioné que vive en un castillo?), ni aunque tenga una persona que lo ama no por su fortuna ni porque sea hermoso ni nada por el estilo (bueno, que sea millonario y hermoso tiene que haber ayudado un poco). Ni siquiera el hecho de que puede darse el lujo de viajar por el mundo y de hacer cosas que la mayoría de la gente no puede hacer, pueden disuadirlo.

Es destacable cómo rompe con el canon de la película romántica típica cuando te muestra que no, el amor no lo supera todo. Sí, él ama a Louisa pero la presencia de ella no hizo un cambio rotundo en si vida, no logró que quiera dejar su plan ni cambió por ella y rechaza ese mensaje que se le imparte al público femenino desde la infancia, donde se puede lograr que un hombre cambie y salvarlo de sí mismo solo por amarlo. Ahí, el padre de Louisa tira una frase perfecta: “No podemos salvar a los demás, solo podemos amarlos” (tengo entendido que es de Anaïs Nin, pero se la dejamos pasar), lo cual es una de las pocas cosas rescatables de la película.

También es muy rescatable como muestran las dificultades que experimenta Will para movilizarse en muchos lugares, tal como el barro en el Hipódromo o cuando la mesera no les deja sentarse en el comedor. Y por supuesto, las miradas de la gente.

Pero creo que lo más terrible es el hecho de que (SPOILER ALERT!) luego de morir, le deja una sustancial suma de dinero para que Louisa se vaya a París y “viva su vida”. Parece como una compensación por el trauma emocional, daños y perjuicios por enamorarse de una persona que se quiere matar, pero bueno, está bien.

No me extraña que la comunidad de personas con movilidad reducida pusiera el grito en el cielo ante esta película y afirmen que promueve ideas horribles como que “es preferible morir a seguir viviendo así”.

La actuación de Sam Claflin (Los juegos del Hambre) es correcta, pero Emilia Clarke (Game of Thrones) trata de hacer algún tipo de demostración de gimnasia facial al tratar de hacer la mayor cantidad de expresiones posibles. Lamentablemente, ninguna corresponde con las emociones que debería transmitir.

Esta película podría haber sido una historia a favor de la eutanasia si hubiese presentado argumentos sólidos o perfectamente inclusivos al tener un protagonista con movilidad reducida y mostrar como sí, también se enamoran, tienen vida sexual y son perfectamente deseables para cualquier persona, pero no. Embarraron la cancha por todos los lados posibles y dejaron poco para rescatar. Suerte que Stephen Hawkings no tomó la misma decisión que este muchacho.

Por Daniela Barri